“Soy un tlacuache y tengo la culpa de tu extinción, Armando.”
Así abre Un tlacuache salvó este libro del fuego y el cuento ‘Prometeo con carita feliz ツ’ . Tsu, el tlacuache protagonista —vagabundo de parajes moribundos de la tierra, acompañado por un jaguar llamado Armando—, carga con un peso que trasciende el humo de la hoguera: la culpa de haberles entregado el fuego a los humanos en los albores del tiempo.
El trasfondo de Un tlacuache salvó este libro del fuego
Un tlacuache salvó este libro del fuego (Odo Ediciones, 2021) fue escrito por la tapatía Daniela L. Guzmán.
Los cuentos tienen vibras apocalípticas, eminentemente tropicales, y se apoyan en el recurso de usar animales para establecer símiles. Un tlacuache, un jaguar, ratones de laboratorio, una proyección de un zorro, cocodrilos con complejos de inferioridad: todos ellos están vivitos y coleando en este libro.
El marco narrativo de Un tlacuache salvó este libro del fuego son los breves epílogos denominados “nota del archivista”. Estos cohesionan los cinco cuentos, según la premisa de que las generaciones en el futuro ya desempolvaron los restos de la civilización destructiva que los precedió y han encontrado este libro.
El rabito quemado del tlacuache: Un análisis
“El fin del mundo no se atraviesa sin nombres”, le dice Armando a su compañero, quien decide llamarse Tsu, como el katakana ツ. Tsu no tiene nombre porque no cree en el concepto de individualidad; Tsu se guía más por la colectividad de su linaje: su identidad es su especie, sus mitos son la realidad perenne de él. Allí comienza el conflicto.
—Armando, me siento terrible. ¿Sabes que los tlacuaches robamos el fuego para los humanos?”
[…] Fuimos nosotros. Fui yo.”
El tlacuache fue el actor principal en varios de los mitos mesoamericanos. Su papel más célebre fue el del ladrón del fuego, símil del mito de Prometeo.
En este, el tlacuache le robó el fuego a los seres celestes y del inframundo, pasando bajo las narices de un gran ejército encabezado por un tigre. Tras agarrar el fuego con su colita prensil —por eso esta no tiene pelo, porque se quemó entonces— lo guardó en su marsupio y posteriormente se lo entregó a la humanidad.
Tsu sabe cierto al mito, y en cada nueva iteración, cada nueva generación de su especie, todos los tlacuaches se preciaron de sus legendarios orígenes y vieron a la humanidad crear artefactos y maravillas.
Pero la humanidad también destruía.
¿La culpa es colectiva?
Tsu, como última iteración en su linaje, tiene que contrastar el orgullo que sentían antaño por aquel robo, con las consecuencias fatales de lo que hicieron los humanos con el obsequio.
“El fuego es la industria. El humo que ahoga al planeta. El fuego es la poquita selva que nos queda, Armando. El fuego son los hijos jaguares que no tendrás. —Los ojos de Tsu suplicaban. Se apretaba el pecho con sus deditos largos—. Yo robé el fuego para que los humanos te mataran de sed.”
Podría decir que Tsu acompaña a uno de los últimos jaguares en un tour desolador para expiar una culpa colectiva. Él nombra el robo como una gran falta de juicio que merece ser castigada, pero nunca pide que Armando le meta un zarpazo o algo semejante.
En vez de eso, su dúo-vasallaje gira alrededor de las preguntas importantes. ¿Somos responsables por lo que hicieron nuestros ancestros, sobre todo cuando vemos las consecuencias últimas de esa decisión? ¿Debemos pagar la factura de las culpas pasadas de nuestra especie?
“Yo le insistía en que no era su culpa: que los mitos son sólo mitos. Que, en todo caso, el tlacuache que robó el fuego había sido un tlacuache muy muy anterior. No él en persona.”
Armando llega a compadecerse hasta este punto de Tsu.
Sí, la mera verdad es que sí. El verdadero tesoro son los amigos que hicimos en el camino.
La justicia, la retribución
“Es olvido para ellos, pues son ellos quienes no soportan la vergüenza.
—Son criaturas sensibles, en el fondo —me dijo—. No soportan sus crímenes. Los entiendo. Yo tampoco soporto los míos.”
Un tlacuache salvó este libro del fuego es el rebranding final de lo kawaii de los tlacuaches. Eso no amortigua los golpes emocionales de momentos como estos.
Independientemente de la inocencia de las generaciones previas ante su falta de premonición, Tsu opta por no flagelarse más y cobrar justicia, disfrazada de retribución histórica.
Si en Tsu reposaba la responsabilidad de todos los tlacuaches, también podía hacer justicia en el nombre de todos. Enfrentados a la certeza de que los humanos borrarían los registros históricos de todos aquellos seres que mataron con su antropocentrismo, de que el mismo fuego que les obsequiaron terminaría por borrarlos de la historia registrada por la humanidad, decidieron usar sus conocimientos para desafiar su olvido.
“—Tsu, tú robaste el conocimiento para los humanos. Ahora robarás el conocimiento de los humanos. Y aquí, Tsu: justo aquí vamos a guardarlo.”
La culpabilidad es un estado de transición hacia la retribución histórica, hacia una venganza (o volteo de tortilla) igual de traviesa que el robo original. Y es que a Tsu no se le ocurrió la idea: esta vino de Armando, quien se había mantenido muy pasivo.
La expiación de Tsu era la confesión de los crímenes, el enfrentamiento a las verdades incómodas frente a la impotencia de que no se les podrá remediar. Y el de Armando despegó de la identidad de Tsu. Ya no le discute su cosmogonía e identidad colectiva, sino que lo alienta a transformar un robo ancestral en uno que lo cambiará todo, a posteridad.
Ambos personajes son representaciones de una nostalgia inaccesible, ambos condenados a extinguirse. Pero quién les quita lo bailado, quién les quita lo robado, quién encontrará, dentro de mil años, Un tlacuache salvó este libro del fuego, en la esquina empolvada de un búnker.
Ya lo sabemos.
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