Páginas: 120
Publicación: 2015
Editorial: Eterna Cadencia
"Cambian la temperatura, el perfume del aire, la luz, los ruidos, lo que se ve y lo que se siente. Desde el bosque la llanura se siente como un afuera. A la llanura se sale, al bosque se entra."
Los árboles caídos también son el bosque
Este libro de Kamiya es un bosque iluminado, recortado de sombras; a él también se entra.
Este es el segundo libro que leo de la autora, compuesto por 12 relatos. Y, me comprueba por segunda vez, que leer a Kamiya es como entregarse a la zozobra, dejarse alumbrar y arrullar por los simples argumentos de los relatos.
Leerla es un acto voluntario, pero luego es sencillo dejarse encandilar por su tranquila sabiduría, por la nostalgia por el pasado y de un hogar que no termina de serlo: Japón.
La ascendencia de la autora
No puede negarse: Kamiya escribe adrede con la sensibilidad certera y breve de los haikus provenientes de la nación de sus padres. Su ascendencia es crucial para su literatura, para la configuración de su identidad. Y, sin embargo, como ella misma dice:
"Así que yo soy «half». Soy japonesa en Argentina y argentina en Japón, así, con las minúsculas para mí y las mayúsculas para el país."
Sin embargo, la sinergia de ambas culturas -las raíces de la nación de sus padres y las flores de la nación que la vio crecer-, crean pasajes de verdadera sensibilidad poética, donde la naturaleza impera majestuosa y parece ser una proyección de las emociones de los personajes:
"Sigue la voz del agua que lo llama, marca mentalmente el lugar de su refugio, y avanza entre los árboles. Un arroyo de agua plateada. Un tajo en el bosque y la luna flotando blanca como una bola de arroz recién hecho."
Solo el símil que compara la luna con la bola de arroz recién hecho alude a Japón; a sus paradigmas y sensibilidades. En el cuento 'Arroz', el padre de la protagonista explica cómo se cultiva el arroz y se sacude a la planta para liberar los granos, puesto que su hija no conoce el proceso.
Esa misma visión japonesa es el propulsor del cuento y la que permea el resto de los relatos, desde 'Desayuno perfecto', en el que una mujer prepara el dichoso desayuno a su familia antes de morir, hasta 'El pozo', que narra la historia de un soldado japonés que envían a una misión solitaria a excavar un pozo. Este es uno de los cuentos más cautivadores de todo el libro.
Y, aun así, la tragedia de ser "half"; la simple tristeza de tener ascendencia extranjera, que marca a Kamiya:
"Veinte años después fui. Y también fui extranjera. Me dolió como duele un golpe dado en una herida. Sufrir, amar, partir, dice el tango."
El estilo de los cuentos
Kamiya es poco dada a la analepsis o a los ensambles de personajes; sus relatos son presente innegable, zambullidos profundos en los sentimientos y la cotidianidad de 2 o 3 personas nomás.
"Había olor a humedad a pesar de que la mujer de Funes abría los postigos todas las semanas. Había crucifijos sobre varias camas, había portarretratos desperdigados por toda la casa. Había hasta gente que no reconocíamos en esas fotos. Algunos éramos nosotros mismos en un día que habíamos olvidado."
Además, Kamiya, como todos, habita en el pasado, pero más que vulnerarse ante él, es partidaria de reconocerlo, deletrearlo, trazarlo.
En sus cuentos, los personajes rememoran, o pasan por una crisis en la que no se reconocen a sí mismos, tal como 'Los restos del secreto' en donde dos amigas se separan pero siguen escribiéndose a través de los años, o 'Las botas', donde una trabajadora de una planta procesadora pasa todo el día adolorida hasta que otra trabajadora tiene una emergencia médica.
La infancia es crucial, también. En 'El pañuelo y el viento' un primo vuelve a su hogar sin saber que su tía está enferma, y allí se reencuentra con sus primas. En 'Tan breves como un trébol' la autora empata su infancia con la de su hijo, que jugaba antes de accidentarse en el campo. Los juegos inocentes que dan paso a la realidad, a la mortalidad.
La maternidad y la infancia van mano en mano, al parecer.
Y todo, repito, mientras Kamiya apuesta por la claridad y la sintaxis simple, combinándola con la complejidad temática de los recursos poéticos.
Eso sí, hay cuentos que parecen nunca comenzar, o que llegan a un cierre predecible que no termina de enganchar. Cuentos que se atoran en la rutina, en un escenario.
Sin embargo, yo me quedo con la pureza de una voz añejada por la sabiduría, por la aceptación de sus condiciones, por la voluntad de resignificarlas. Una voz que no duda en ser tenebrosa o mística cuando la narrativa lo requiere:
"Recuerda la voz de su madre llamándolo. Recostado en el recuerdo, que es suave, se duerme. Sueña que el pozo tiene dientes en sus bordes, dientes metálicos. La noche transforma lo que toca."
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