El cielo de la selva
- Alicia Maya Mares
- 1 abr
- 6 Min. de lectura

Páginas: 273
Publicación: 2024
Editorial: Elefanta
“Nada hay vedado para el hambre, nada sagrado, nada que no se pueda morder.”
El cielo de la selva
Terror terrenal, selvático, polifónico. En El cielo de la selva varias mujeres de una misma familia llevan la voz cantante: abuela, hijas, nieta, una extranjera, el coro de los nietos.
Y el argumento es simple, aunque está envuelto en la niebla del misterio y hay que irnóslo ganando a pedazos a través de los capítulos, fragmentados debido a la psique de sus personajes y a los ocasionales saltos en el tiempo.
Básicamente, en El cielo de la selva una madre huye de su hogar debido a la violencia y se instala en una hacienda abandonada, a mitad de la selva. Un milagro, podría decirse.
Sin embargo, pronto se da cuenta que es más bien una maldición, una trampa bien puesta para las incautas, pues para poder sobrevivir, la selva (ente incomensurable, voraz, de lengua larga y humeante), exige a cambio un sacrificio. Y, tras llegar a ese nuevo hogar, la selva ya no les permite marcharse.
Como resultado, las mujeres de esta “familia” deben entregarse a un terrible pacto: embarazarse, parir, alumbrar, y llegada la hora, matar a los infantes en la selva. Un sacrificio en toda regla: solo así sobrevivirán. Por supuesto, esto solo queda claro pasado el primer tercio del libro: habrá que ir avanzando a tientas hasta comprender de lleno lo que está pasando. Y el horror se acrecenta con cada nueva revelación.
La prosa
Por un lado, me encanta el lirismo que desarrolla Vilar Madruga. A mí me fascinan los textos que experimentan con el lenguaje, que se zambullen por completo en una prosa poética. Y El cielo de la selva es la perfecta definición: su prosa es lírica, brutal y oscura, mensajera de una cosmogonía selvática más allá de la comprensión. Leerla, desde este punto de vista, es un placer:
“Secreta oscuridad es la unión de la noche y la selva. Para mirarla sin espanto hay que tener los ojos demasiado grandes, como los de Santa, que no es una mujer, sino un par de ojos pegados a las cuencas de un rostro. Camina por los pasillos a ciegas, sin nada que arroje una luz ínfima, y contempla la belleza que existe cuando la luna parece vomitada por la boca de los árboles y asciende luego, gorda y llena, luna preñada, hasta llegar al borde del mundo.”
Además, me parece atractiva la propuesta de la autora de empezar cada capítulo con las mismas palabras con las que termina el capítulo anterior. De esta manera, Vilar Madruga genera un sentimiento de continuidad, pero más importante aún, cimenta su decisión de volver esta historia una cíclica. Una pesadilla sin final, como buena novela de terror.
Y es que esta novela, más que avanzar, da vueltas, tanto sobre su propio lenguaje lírico y apuesta artística como alrededor de su argumento y su prosa. Muchas veces creí ya haber leído una misma oración, para darme cuenta que esta estaba “parafraseada”. Se reutlizaban las mismas frases sobre la oscuridad, la niebla, el calor, las mandíbulas y la selva.
Claro, esta es una intencionalidad; cuestión de estilo. Presiento que la autora quiso llevar a sus límites la voz de esta novela, pero sí llega a ser cansado. Además, la prosa de la novela tiende a ser de oraciones cortas y de gran resonancia, todas englobadas en campos semánticos cercanos:
Junto al llanto oye la voz de la vieja, que se afana en callar la congoja.
Canta la vieja.
Canta tan hermoso que Lázaro lloraría si tuviera alma aún. Si no fuera un niño perdido.
Ojalá alguna vez le hubieran cantado así.
Es debido a esto que la novela se emparenta con la selva que la alumbró: ambas son densas, aparentemente infinitas, saturadas de sí mismas. Ambas atrapan a sus presas con la tentación de sus frutos jugosos y parajes frondosos, en donde cualquiera puede perderse.
En particular, me gustan ciertas palabras (no diré exóticas) como jíbara, ardentía, enchumbarse. Me encanta el lenguaje, por exacerbado que sea.
El terror
“Durante el tiempo que le aguantó la mirada, Ifigenia vio que la oscuridad no era más que el reflejo del fango aposentado dentro una mente. Se sobrecogió porque supo que, para Santa, ella no era más que una gallina que hablaba, una gallina inoportuna con la que algún día podría hacerse un buen caldo y una pechuga jugosa.”
Ya se mencionó la alegoría de El cielo de la selva: aquella que muestra a las mujeres como entes que dan vida solo para ver a sus crías devoradas por un mundo inclemente.
Es esta “desnaturalización” la que más me fascina. La manera en que las mujeres de esta novela han suprimido por completo el concepto del amor maternal y llegan a ver a sus hijos como simple carne a sacrificar, no muy diferente de la de las gallinas, me parece el aspecto más espantoso de la novela. Ir comprendiendo cómo cada habitante de la hacienda se ha ido retorciendo es un nuevo horror que no deja de expandirse, como un ciempiés larguísimo que bien podría engullir la selva entera.
Acá no falta nada: no solo está el genocidio de niños, el sacrificio ritual, la traición y el secreto; sino que también hay prostitución, asesinato de sexoservidoras, embarazadas con adicción a la cocaína, fantasmas, perros cocinados, y por si faltara poco, canibalismo. El rubro del asesinato de las crías me parece el mejor desarrollado, y el único que sí es indispensable a la novela.
No obstante, esto también presenta una problemática que a mí, personalmente, sí que me da comezón: la tendencia (invicta, hasta el momento), de que los libros latinoamericanos de gran popularidad se centran en torno a la violencia y parecen exacerbarla hasta el grado de lo insoportable.
Ya lo vi con las novelas de Mónica Ojeda, con Temporada de huracanes, con el novelón de Mariana Enríquez. No digo que estas se parezcan, pero sí comparten ciertas inclinaciones.
Cómo me gustaría ver un día un best seller latinoamericano que hable de la belleza, color, musicalidad, y modismos de una nación de acá, que sea luminosa e incluso tierna. Pero quizá entonces el mercado no nos tome en serio.
Aunque sí que sabemos escribir de la violencia que plaga nuestras tierras, ¿a qué no? Para eso los latinoamericanos (como si esto fuera un monolito identitario) sí somos requete buenos. En fin, conversación para otra ocasión.
La pesadilla, como digo, nunca termina. No es hasta el final que comprendemos lo atrapados que están los personajes, la verdadera naturaleza del ciclo que los ha devorado.
“Se va a pensar en la abuela selva y en sus mandíbulas que tan bien recordamos ella y yo, como bien recordamos esos dientecitos suyos, los dientes de mi chamaca Santa, enchumbados de sangre aquel día. Enchumbados en el gusto de probar la sangre por primera vez, esos dientes que me sonrieron desde la claridad de la selva, en su secreta oscuridad.”
Conclusión
Esta novela presenta muchas preguntas, incita variadas reflexiones.
Claro que está la alegoría del mundo que devora lo que las mujeres alumbran, pero también, como la violencia desatada puede ir entumeciendo la mente y el cuerpo hasta enturbiar y extirpar el alma. Está la cuestión sobre la familia: ¿quererla es algo que se aprende, o con lo que se nace? ¿Qué pasa cuando las víctimas finalmente dejan de serlo? ¿Cuál es la raíz de la locura? ¿Cómo justificar el asesinato y la violencia, a costa de qué?
La autora también incide en la injusticia del patriarcado:
“En la terraza, Lázaro todavía estaba dormido sobre una hamaca. La selva, inundada por la niebla, lucía en calma. Los amaneceres eran precisamente eso, una mezcla de niebla y de vapor. Un mosquito trasnochado bebía la sangre de Lázaro, posado sobre su frente se alimentaba, engordaba por segundos, parásito feliz que engullía el cáliz de la vida y de la juventud, porque los hombres envejecen más lento que las mujeres, porque los hombres no menstrúan, no paren ni crían, sino que la naturaleza es bondadosa con ellos.”
Tiene un desenlace desesperanzador, donde la violencia, ya sea humana o selvática, nunca deja en paz a los personajes. Aunque al menos hay una semblanza de justicia… o más bien, de que quienes alzaron la mano y encajaron el cuchillo se llevaron su merecido. En ese sentido no se queda una con el coraje atorado.
Aunque eso sí, permanece la pregunta: ¿es posible amar a lo que, invariablemente, se perderá?
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