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Atrévete a cruzar: Umbral, de Roberto Abad

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Páginas: 152

Editorial: UAM

Publicación: 2024


“Espejismos similares me abordaron en la parroquia: el lugar había adquirido una sombra de falso octubre; tuve la sensación de estar en una residencia dominada por la flora del abandono, por el aire habitual de los espacios que se cierran a la renovación y crean, ocultos, su propio idioma. Era, en otras palabras, mi noción del olvido la que habitaba allí.”


Umbral, de Roberto Abad

En Umbral se reúnen 13 cuentos de Roberto Abad, trece espacios que crean su propio idioma.

O, más bien, su propia magia inquietante: en ellos, hermanos traviesos juegan a la ouija, escritores muertos escriben prólogos para científicos olvidados, tumores extraños se fermentan en estómagos de niñas, hambrientos acechantes matan para seguir comiendo metal, crueles döppelgangers ocupan el lugar de familiares y los hacen transfigurarse, vagabundos hacen terribles descubrimientos en alcantarillas, y hombres santos recién llegados a una parroquia distante descubren que en el pueblo se venera algo diferente a su Dios.


Si bien hay terrores conocidos en este libro, como los espíritus provenientes de la ouija, el body horror, la indiferencia urbana y los copycats (o entes que emulen a las personas), Abad se las arregla para crear horrores nuevos: niños albinos, maléficos y curanderos, realidades paralelas donde las puertas siempre dan a otros lados, islas habitadas por entes fuera de este mundo; la liminalidad nostálgica de volver la hogar de la infancia y descubrir que, quizá, nunca nos fuimos. En ese sentido, concuerdo con Colanzi, quien escribió la cita en la cuarta de forros.


Claro está, algunos cuentos resonaron más conmigo. Los dos que más me gustaron fueron ‘Laureles’, que cuenta la historia del padre Joel, que llega a una comunidad que comparte un extraño culto, y ‘Retorno a Galápagos’, que como Matrioshka, contiene dentro de sí la historia de dos amigos que van a recoger libros viejos, la de una escritora que escribe un prólogo para un libro olvidado, la de la esposa de un científico que comisiona el prólogo, y la de un científico que escribió un libro sobre sus encuentros con extrañas criaturas en las islas Galápagos.


En particular, los cuentos más breves fueron los que no terminaron de cuajar para mí. Quizá, en la experimentación está el arte, pero también el riesgo de que el lector no comprenda o termine de entender el por qué de dicha experimentación. Aunque suelo disfrutar más los cuentos de largo aliento; esa es una inclinación mía que termina influyendo mis experiencias.


La ambientación de los cuentos

A pesar de los mundos tan disímiles que encontré en estos cuentos, zambullirse en ellos no resulta difícil. La lectura fluye con facilidad, aunque consideré prudente tomarme un descanso entre cuentos para terminar de absorber las atmósferas.


Y es que en esto Abad destaca; amalgama una sensibilidad descriptiva con gran ritmo y un ojo para el detalle, creando así verdaderos instantes donde me teletransporté a sus mundos:


“En sordina, salí de la parroquia y bajé por la empedrada. Pronto cambié de vía; como espantapájaros que supervisa las cosechas, sorteé los campos de caña, librando oscuros tallos, refugio de aguates y grillos caradeniño. A veces iba por el sendero limítrofe, luego penetraba la densa legión de juncos. Un resplandor naranja entre las hojas crecía en el horizonte. Me llevó a una suerte de cancha rectangular en la que -lo sabría más tarde-, practicaban algunas danzas.”

Desmenuzar estas oraciones me resultó una delicia. Francamente, leer fragmentos como este equivalió a sumergirse en un trance.


En fin, Abad ha elegido bien el título para este libro: cada cuento es un umbral singular. Cada cuento te traslada a un mundo extraño y atemorizante, donde existen el estremecimiento y el asco, aunque donde tampoco falta la nostalgia, el cariño o incluso el asombro. Y hay un toque, también, de grandiosidad; de querer rozar lo eterno.


Es en este momento cuando Abad lo logra:

“Para culminar su obra, el biólogo confió ingenuamente en la máxima que engrandece a los creadores a nivel divino; erró, claro está. Pero vale la pena recordar: un científico, un intelectual, un escritor no e como un dios; es como un niño jugando con marionetas. Un árbol es como un dios. Sirvan mis últimas palabras para reconocer su voluntad.”

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