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Foto del escritorAlicia Maya Mares

Cosas peores, de Margarita García Robayo



Portada de Cosas Peores, de Margarita García Robayo
Cosas Peores (2014)

Publicación: 2014

Páginas: 128

Editorial: Seix Barral


“Ahí dejaba de oírlos. Se dedicaba a mirar las nubes, arrastrándose lentísimas: se preguntaba si iban o venían. Hacia dónde. Pasaban horas, pasaban días, pasaban nubes y Titi deseaba que alguna se detuviera y se derramara furiosa sobre él. Hasta arrasarlo, hasta que no quedara nada.”


Breve panorama de los cuentos

En los 7 cuentos de Cosas peores Robayo abreva de la soledad, de la diferencia, de la enfermedad.


Por ejemplo: En ‘Como ser un paria’, una mujer lidia con su cáncer y su aislamiento, procesando el deseo sexual desde un cuerpo diferente. En ‘Usted está aquí’, un pasajero varado por un accidente aéreo interpela a otros y hace todo lo posible por distanciarse de su identidad y su pasado en un hotel liminal lleno de extraños. En ‘Cosas peores’, Titi, un niño obeso, lidia con su condición y el ideal que ambos de sus padres tienen de él, jugando videojuegos todos los días mientras su salud empeora.


En ‘Algo mejor que yo’, mi favorito de la colección, un padre que ha perdido a sus hijas, una por la muerte y otra por distanciamiento, hace lo posible por visitar a la última en el extranjero y comprender que necesita recolectar con ella. En ‘Sopa de pescado’, una mujer que ha pasado por la pérdida de su bebé y se ha peleado con su pareja visita familiares, y será allí donde se comprenderá toda la disfunción familiar y voluntad vana de recolectar.


La enfermedad, el aislamiento, los vínculos

Sí: en estos cuentos, los cuerpos son diferentes, extraños, enfermos, hasta grotescos; pero Robayo pone la lupa sobre aquello que nos incomoda y así vierte nueva luz sobre la condición humana. La familia es, además, el gran tema: los vínculos que los unen están rotos o deshilachados, pero siempre hay una voluntad de volver a atarlos.

A través de esas interacciones, ora tiernas, ora perversas, ora desesperadamente cotidianas, marcadas por las fallas de cada persona, el lector también puede cuestionarse sobre los esquemas que nos unen a los otros.

Es este énfasis en la familia lo que también resalta mucho el poder de la memoria; en contraste con las descripciones sensoriales. Olemos los cuerpos enfermos, vemos la piel herida por bisturí, marcada por estrías, escuchamos la voz de una mujer, alucinada por un viejo enfermo.

Y claro, Robayo apuesta por la precisión estética, aunque esta misma varíe cuento con cuento:

“Inés alzó la cara para mirarla. Susana se había parado a contraluz. Una aureola tornasolada le rodeaba la cabeza teñida de rojo ciruela.”

La consecuencia de mirar lo incómodo

Leer estos cuentos es entregarse a la incomodidad, a una poco apetecible sensación de vacío. Si bien aprecio el esfuerzo de indagar en aquellos temas tabú o incómodos, que la mayoría decide ignorar —y por eso resultan fascinantes, a su manera—, mucho de los cuentos terminan difuminándose. Solo ‘Mejor que yo’ tiene un momento cúspide y un final esperanzador (algo raro para el resto de los textos). Los demás ceden a la desesperanza, a los fallos, a la propia fealdad de sus personajes.


Si bien existen temas muy fuertes como el aborto, la enfermedad, el aislamiento, la obesidad y el distanciamiento de la otredad, y es posible empatizar con los personajes, siempre faltó algo.


Pienso que, en su ímpetu de ser precisa, discreta y subterránea, quizá, la autora renunció a la verdadera vulnerabilidad emocional; a la cercanía entre lectores y personajes. Algo impresionante, considerando que todo el libro va de meterte en los zapatos de otro, de comprender que, efectivamente, existen cosas peores. Entiendo, a los personajes, hasta los compadezco, pero su defectuosa y honesta humanidad nunca va más allá de la página. Al menos no para mí.


“Becky se deshizo rápidamente de la ropa de su hermana, desmontó el cuarto, sacó sus fotos de la sala; al cabo de una semana era como si Rosa nunca hubiese existido. No quedó más rastro que su tesis de grado, que Orestes guardaba en la biblioteca y que se negó a entregar a pesar de que Becky insistió: «No hay que darle de comer a los fantasmas».”

Honestamente, leer este libro te deja con un mal sabor de boca, con ganas de ver noticias curadas por la cariñosa luminosidad; de ver que nació una foca en un zoológico o alguien sembró cien árboles. Te deja con un cuadro honesto, pero feo, de lo que es ser humano. Y quizá, aunque no me agrade, ese es su mejor logro.



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